Una de las propuestas intelectuales más excitantes de estos últimos meses. La dejó caer un par de sábados el periodista Arcadi Espada. Hace referencia a las dificultades sufridas por la última película de José Luis Guerín, Recuerdos de una mañana, al encontrarse con la vida.
El resumen es bien sencillo. Guerín hace una película en base a filmaciones sobre su vecindario anónimo. Filma la vida de los habitantes de un patio interior. Filma entre otros a un violinista que toca su instrumento en soledad. Hasta que un día el del violín se tira por la ventana y se mata. Guerín graba los derredores del asunto, la vecindad juzgando al muerto y demás ropa sucia. Hasta que una mañana de verano, una carta barcelonesa, en La Vanguardia: la familia del violinista entiende que el trabajo de Guerín maltrata la figura de su hermano y pide la retirada de la cinta de los mercados.
Hasta aquí la casquería. Ahora vienen los postres. El derecho a la información ¿tiene algún límite?. ¿Qué se entiende por vida privada y cuáles son son sus límites? ¿El suicida que decide arrojarse por una ventana a la calle tiene algún derecho sobre su imagen conservado o se le retiran todos automáticamente?
Bueno, pues ya me van diciendo.
Una indiscreción (I)
Querido J:
José Luis Guerín vive en una clásica manzana del Ensanche de Barcelona. Es un paisaje urbano muy comunitario y proclive a la indiscreción, porque las andanzas de los vecinos en sus habitaciones son, como mínimo, translúcidas. No es preciso que te remita al clásico de Hitchcock para subrayarte la seducción y los beneficios del paciente escrutinio vecinal. Yo mismo, un lento mediodía de sábado de hace muchos años, en el cuadrado interior de las calles Gerona, Bailén, Consell de Cent y Diputación, evité un robo con escalo debido a mi afición, puramente profesional, al fisgoneo. Es probable que se trate de algo mal hecho, pero la verdad es que yo no puedo dejar de poner el ojo en cualquier cerradura prometedora. La vida de los otros me parece la forma más sofisticada de la fantasía. Hasta el momento, y excepto en el caso del frustrado escalo, creo que mi afición, por lo demás ya muy limitada desde hace años por razones técnicas, no ha perjudicado a nadie. Pero sé también que no es por completo inocente.
Es probable que Guerín la comparta en alguna medida. Y de una forma también profesional, aunque algo más arriesgada. Guerín hace cine y alguna vez ha filmado a sus vecinos, al menos cuando estos se han aventurado en la dudosa zona de penumbra entre lo privado y lo público. Esa es la confesión inicial de Recuerdos de una mañana, su última e invisible película, que arranca con unas imágenes de diversos vecinos en sus balcones barceloneses. Entre ellas aparece el borroso fotograma de alguien que está tocando el violín en el interior de su casa y que la cámara vislumbra a través de la ventana abierta.
Meses después, el hombre del violín se mataría tirándose ventana abajo.
El suceso dio un valor dramático e inesperado a las imágenes que Guerín guardaba. Supongo que durante bastante tiempo estuvo preguntándose si haría algo con ellas hasta que se decidió por la película. El argumento de lo que ha acabado haciendo es simple. Simplicísimo. Una onomatopeya. El eco de un cuerpo al caer desde una ventana. Una caída reconstruida por los vecinos. Los vecinos son gente muy peligrosa. Ya he hablado de mí. Los vecinos son los otros, el infierno del que hablaba Sartre. Los más repulsivos son los que posan ante la cámara de Guerín en el plan de testigo-interpelado-por-la-tele y cubren con sus estúpidas sospechas psicologistas, con su lengua de plasma, el cuerpo del muerto. Pero hay alguno que conmueve.
El saxofonista, por ejemplo, que sopla por costumbre junto a la ventana, mirando a la calle, y que más de una vez se sintió acompañado por el violín de la otra esquina. Luego, en algún otro vecino, está el hecho descrito con palabras, mucho más terribles e hirientes que la exhibición de cualquier anatomía convulsa: la mujer que explica cómo al oír el ruido salió a la calle y acompañó al hombre, solos los dos entre la gente, en el trance de hacerse cadáver.
La película lleva por título Recuerdos de una mañana, que es el subtítulo de Contra Sainte-Beuve, el importante libro de Proust. Más allá de la banal coincidencia horaria, y la tópica tentación proustiana que acompaña a toda indagación sobre el paso del tiempo, yo no veo relación entre ese libro y la película. Es más: como es sabido, el libro es una requisitoria de Proust contra el principal crítico de su tiempo, Sainte-Beuve, y contra cualquier intento de vincular la vida corriente (el «ser social» lo llama Proust) con la obra de un artista. Una condición que se incumple en este caso, porque la película no solo es el resultado del ser social de Guerín, de su vecindario, sino que yo diría que es un ser social en sí misma. Un rasgo que, por supuesto, no afecta a la calidad de la película, porque, entre otras cosas, Sainte-Beuve era el que llevaba la razón, tal como la propia obra de Proust demuestra violentamente. Para pensar en un francés yo escojo de inmediato a Georges Bernanos, en aquella paráfrasis de Claudio Magris que tantas veces te he citado: «Hay que seguir viviendo, se dice después de cada muerte: y Bernanos se preguntaba si no era eso precisamente lo horrible». No solo lo horrible, sino también lo inexplicable: cómo un hombre puede seguir andando por una calle después de que delante de él haya caído otro hombre fulminado. Este es, a mi juicio, el tema de la película, en el que Guerín escarba con precisión, a veces con una punta de amaneramiento literario y siempre con dignidad y belleza. No va a ser nada fácil que veas esta película.
Hace algunas semanas, un familiar de la víctima escribió una carta a un diario local, anticipando su decisión de ponerse entre abogados: «Mi hermano fue filmado reiteradamente por este director de cine desde el otro lado de la calle, mientras tocaba el violín junto a la ventana, y además en ropa interior. Tras su suicidio, Guerín montó una auténtica lavandería vecinal para comentar lo que había ocurrido. Algunos vecinos que conocieron a mi hermano pudieron informarle sobre el suceso. Otros van soltando calamidades delante de la cámara: «Era un fracasado», «Me cayó a medio metro», «Tocaba fatal» […] Todo el documental está hecho de mentiras y difamaciones sobre alguien a quien Guerín nunca conoció y a quien debería haber respetado desde el principio, sobre todo cuando violó su intimidad con su cámara digital sin pedir permiso».
Cualquier espectador de la película haría algunas precisiones a este párrafo. Es probable que el hombre del violín fuera filmado reiteradamente, pero la película sólo lo muestra durante un segundo, prácticamente irreconocible para cualquiera que no forme parte de su entorno. En una ropa interior que en lo exterior podría pasar por traje de baño. La lavandería vecinal no la montó Guerín, desde luego, sino que es un fenómeno humanísimo e inexorable cada vez que un suceso, como se dice en las novelas, perturba el vecindario, y uno de los méritos de la película es reflejarlo contenidamente. Puede que haya mentiras: la vida va llena y en ningún caso se alienta al espectador a creer los comentarios vecinales. Hay en este punto algo sumamente importante, y querría ser preciso al explicártelo: la película no es un telediario, sino lo que se ve en un telediario. Por lo demás, creo que con dificultad alguien podría demostrar que hay difamaciones. Por el contrario, el párrafo lleva razón en algo: Guerín no pidió permiso.
Se me ha echado la carta encima, como me pasa cada vez que encaramos estos asuntos. La semana próxima continuaremos. Pero ve rumiando. ¿Debió Guerín pedir permiso?
Sigue con salud
A.
Querido J:
(Resumen de lo publicado. El cineasta José Luis Guerín filmaba a sus vecinos. Entre ellos, un hombre que tocaba el violín. Un día el hombre se tiró por la ventana. Guerín decidió hacer un película sobre el impacto del suicidio entre el vecindario e incluyó unas imágenes del hombre. Su familia
ha puesto el asunto en manos de los abogados.)
Te anticipaba en mi carta anterior que no va a ser fácil que veas Recuerdos de una mañana. La familia se niega a que la película se exhiba. Bajo ninguna circunstancia. Guerín acepta que no se vea en España. Pero añade que por motivos de humanidad: porque comprende, así lo dice, el dolor. A mí me parece absurda esta distinción. La cuestión es si Guerín tenía o no derecho a hacer esa película y no qué espectadores tienen derecho a verla. Es probable que la discusión judicial se centre en los fotogramas que muestran al suicida. Es un detalle interesante, porque fuerza a pensar que la película sobreviviría perfectamente sin esas imágenes, y eso centra el problema donde me interesa, es decir, hasta qué punto y en qué condiciones un artista puede utilizar la vida de alguien.
Las imágenes, empecemos por ahí, tienen un peso indudable respecto a la presunta violación de la intimidad. Aunque no son nítidas equivalen en sus efectos a que en la película se pronunciara (que no se hace) el nombre del suicida. Tienen un cierto valor identificatorio. La pregunta es si un nombre propio, perteneciente a una persona real, puede aparecer en un relato público. La respuesta parece obviamente afirmativa, a riesgo de que lo contrario hiciera desaparecer el periodismo, un relato público repleto de nombres propios, muchos de ellos anónimos, y a los que no siempre se suele pedir su asentimiento para traerlos al periódico. La respuesta tiene, sin embargo, una condición moral y a veces legal, y es que sobre el nombre y apellido no se adosen mentiras. Un nombre propio convoca a la veracidad, incluso en un relato ficcional. Aunque se llame Napoleón y sea Tolstoi el que lo convoque. Si muchos nombres propios son libertad sin fianza para algunos artistas es porque ya no hay nadie que sufra directamente por las mentiras proyectadas; porque la luz de ese nombre hace tiempo se apagó para los que fueron los suyos. No me parece que Guerín incumpla la condición de veracidad en su relato. Es cierto que en su película aparecen absurdas y hasta ridículas opiniones (no hechos) sobre el suicida; pero solo retratan a los que las profieren.
La filmación del hombre del violín se produjo en un ambiente íntimo, una habitación de su casa, por cuya ventana abierta penetró la cámara indiscreta. Es probable que eso traiga problemas judiciales a Guerín. La casa es sagrada, reducto último de la intimidad, etcétera. Pero esa evidencia no impide que podamos mirar algo más de cerca. Se aprecian algunos detalles. El primero es que el hombre del violín se expuso a la mirada ajena sin que pareciera importarle. Lo que vio la cámara podía verlo, aunque admito que con mayor dificultad, el ojo de un vecino. No extraña su indiferencia: estaba tocando en un día de calor, con el torso desnudo y los calzones puestos: nada de lo que se exhibía era denigrante ni entonces ni ahora. Sobre el carácter presuntamente denigrante de una foto tomada en una intimidad muy distinta me hizo reflexionar el abogado Melero cuando, comentándole mi asunto, recordó aquella valiosa y nocturna fotografía de Javier de la Rosa comiéndose un bocadillo tras los barrotes de su celda en la cárcel Modelo. En primera instancia condenaron al fotógrafo Carles Ribas y al diario El País, porque, aun en una celda, un hombre tiene derecho a la intimidad. Pero el Supremo acabó por dictar la absolución en razón del interés público, el valor noticioso y otros intangibles.
No sería fácil que Guerín adujera como eximente el valor noticioso de su indiscreción. La noticia no es el objetivo de su relato. Sin embargo la noticia, el carácter de la noticia, aletea desde la raíz del conflicto que enfrenta a la familia y al cineasta. Muy difícil habría sido que alguien hubiese reprochado algo a Guerín tratándose, pongamos, de una violación seguida de asesinato. Es indudable que en los reproches familiares no sólo están el balcón, el violín y los calzones, sino la exhibición pública de una noticia privada. El suicidio. Y en este sentido no hay duda de que cuentan con el apoyo de una prensa que considera pública cualquier violencia que uno comete sobre otro, pero no la violencia del uno sobre el uno. A menos que el uno, por hipócrita supuesto, sea famoso, porque entonces todos los cerrojos morales se aflojan. A pesar de todo es dudoso el carácter privado de un suicidio que alguien consuma tirándose por un balcón que da a una calle concurrida y a las dos de la tarde. Sobre la última voluntad de un suicida es hasta inmoral establecer hipótesis; pero conviene recordar que Guerín hizo su película a partir de un hecho que ocurrió en el espacio público más convencional.
Tiene su interés desmenuzar todo esto para saber hasta qué punto los protagonistas de un hecho deben dar su autorización a cualquier cronista que quiera ocuparse de él. Recuerdos de una mañana es una película acabada, cuya exhibición está pendiente de un conflicto raro e interesante. Pero más allá de los principios generales es evidente que la suerte legal de un experimento de esta naturaleza dependerá siempre de la denuncia que se proyecte efectivamente sobre ella. Esta denuncia ha existido, y agria, en el caso de Guerín. Vuelvo a ver la película y no distingo problemas más allá de los principios generales. Sigue fastidiándome la grava de literatura con que está asfaltada. Pero no alcanzo a ver el daño. Es más. Las ciudades están llenas de esquinas donde un hombre sufrió, abrazó o cayó. Las ciudades son un inmenso cementerio. Un cementerio no segregado del andar de los vivos. No parece indigno que de vez en cuando alguien descubra una lápida.
Sigue con salud
A.